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es más desenfrenada la licencia, porque hasta los mismos sobrios pierden el comedimiento. Has visto a tu amigo irritado contra el portero de algún abogado, de algún rico, porque no le han recibido, y tú mismo te irritaste por él contra el esclavo más despreciable. ¿Te irritarías contra un perro encadenado? éste, después de ladrar mucho, se amansa con el bocado que se le arroja: aléjale y ríe. El portero se cree importante porque guarda una puerta asediada por los litigantes; y su amo, que descansa dentro, dichoso y afortunado, considera como muestra de grandeza y poder una puerta bien guardada: no piensa que es más difícil de pasar el dintel de una cárcel. Reflexiona que necesitas paciencia para muchas cosas. ¿Quién extraña tener frío en invierno, mareo en el mar, sacudidas en camino? El ánimo es fuerte contra las desgracias cuando se encuentra preparado. Te señalan en la mesa un puesto inferior, y te irritas contra el que te convidó contra el nomenclátor y contra el que te prefirieron. ¿Qué te importa, insensato, la parte del lecho que hundes? ¿Acaso un cojín puede honrarte o rebajarte? Has mirado de mal ojo a quien murmuró de tu ingenio. ¿Aceptas esa ley? En ese caso podría odiarte Ennio porque no te deleita; Hortensio buscarte pendencia, y Cicerón declararse enemigo tuyo si te burlas de sus versos.

 

        XXXVIII. Siendo candidato ¿puedes soportar con calma el resultado de los sufragios? Alguno te ha injuriado, pero ¿más que Diógenes, filósofo estoico? En medio de larga disertación sobre la ira, un niño

insolente le escupió y el filósofo soportó el ultraje con dulzura y prudencia. «No me irrito, dijo, pero dudo si convendría que me irritase. Nuestro Catón habla mejor aún: un día en que estaba defendiendo una causa, Léntulo, aquel hombre funesto y de facciosa memoria, le arrojó al rostro cuanto pudo arrancar de espesa saliva; y aquél, limpiándose el semblante, le dijo: «Asegurará a todos, oh Léntulo, que se engañan los que niegan que tengas boca?

 

        XXXIX. Hasta ahora, querido Novato, hemos enseñado al ánimo a moderarse, a no sentir la ira o a dominarla. Veamos cómo podremos calmarla en los demás: porque no queremos solamente curarnos, sino curar. Cuidaremos mucho de no intentar calmarla con palabras en sus primeros ímpetus, porque entonces está ciega y loca: le dejaremos tiempo; los remedios son más eficaces cuando declina el mal: no irritaremos los ojos en lo más fuerte de la fluxión para no inflamarlos más; ni los otros malos en el momento de la crisis. El reposo cura las enfermedades incipientes. «¿Para qué sirve tu remedio, dirás, si cura la ira cuando por sí misma se ha calmado? En primer lugar para que desaparezca más pronto; además evita las recaídas, y en último lugar, engaña a esos primeros arrebatos que no nos atreveríamos a calmar. Retíranse todos los instrumentos de venganza; fíngese ira, a fin de que, mostrándose auxiliar, partícipe en el resentimiento, los consejos tengan más autoridad; gánase tiempo, y so pretexto de buscar castigo más enérgico, suspéndese la pena presente; a fuerza de destreza,

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