desierto. ¿No tienes oídos más que para escuchar cantos dulcemente
modulados, sonidos que brotan en suave armonía? Debes acostumbrarte a las
risas y a las lágrimas, a los halagos y a las contradicciones, a las
noticias agradables y a las tristes, a la voz de los hombres y a los rugidos
y ladridos de los animales. ¿Por qué mísero, te estremeces al grito de un
esclavo, al sonido de una campana, al crujido de una puerta? por delicado
que seas, has de escuchar el fragor del trueno. Lo que digo de los oídos,
puedes aplicarlo a los ojos, que no son menos caprichosos, si están mal
educados. Oféndeles una mancha, una suciedad, una pieza de plata que no está
muy luciente, un vaso que no brilla al sol. Esos ojos que sólo pueden
soportar mármoles de colores recientemente pulidos, mesas con chispeantes
vinos; que en la casa no quieren reposar sino sobre tapices bordados de oro,
se resignan sin embargo a ver fuera callejuelas mal pavimentadas y fangosas:
transeúntes en su mayor parte suciamente vestidos, paredes de casas pobres,
cuarteadas, desplomadas y cayendo en ruinas.
XXXVI. ¿Qué razón hay para que lo que no ofende en público, hiera en
la casa, sino que allí llevamos costumbres suaves y tolerantes, y aquí
desapacibles y quisquillosas? Necesario es educar y fortalecer todos
nuestros sentidos que por naturaleza son pacientes: si el ánimo trata de
corromperlos, debe llamársele todos los días a cuentas. Así lo hacía Sextio:
cuando terminaba el día; en el momento de entregarse al descanso de la
noche, examinaba su
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conciencia: ¿De qué defecto te has curado hoy? ¿Qué vicio has combatido? ¿En
qué has mejorado? La ira se calmará y hará mas moderada cuando sepa que
diariamente ha de comparecer ante un juez. ¿Qué cosa más bella que examinar
de esta manera cada día? ¡Qué sueño el que sigue a este examen de las
acciones! ¡Cuán tranquilo, profundo y libre, cuando el alma ha recibido su
alabanza o reconvención, y, sometida a su propio examen, a su propia
censura, ha hecho secretamente el proceso de su conducta! De esta autoridad
uso, y diariamente me cito ante mí mismo: en cuanto desaparece la luz de mi
vista, y mi esposa, enterada ya de esta costumbre, guarda silencio, examino
conmigo mismo todo el día y repaso de nuevo todas mis acciones y palabras.
Nada me oculto, nada me dispenso: en efecto, ¿por qué había de temer
considerar ni una sola de mis faltas, cuando puedo decirme: Cuida de no
hacer eso otra vez; por esta te perdono: en tal debate has hablado con
excesiva acritud: en adelante no te comprometas con ignorantes: los que nada
han aprendido no quieren aprender: reprendiste a aquel con demasiada
libertad, por cuya razón has ofendido más que corregido: considera en lo
sucesivo no solamente si es verdadero lo que dices, sino también si puede
soportar lo verdadero aquel a quien lo dices.
XXXVII. Al varón bueno agrada la reprensión: el malvado soporta con
impaciencia al censor. ¿Te desagradan en el convite las agudezas de los
chistosos dichas para atormentarle? cuida de evitar las mesas demasiado
numerosas: después del vino
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