multitud a los tribunales de los magistrados, los reyes se hacen crueles y
rapaces, y destruyen ciudades levantadas por el largo trabajo de los siglos,
para registrar sus cenizas en busca de oro y de plata.
XXXIII. Contempla esos cestos colocados en un rincón. Por eso se
grita hasta hacer salir los ojos de la cabeza, resuenan en nuestras
basílicas los estremecimientos del litigio, y nuestros jueces, llamados de
lejanas regiones, se sientan para decidir por qué lado tiene más derechos la
avaricia. ¿Qué dirá si no ya por un cesto de dinero, sino por un puñado de
cobre, por un cuadrante que falte en la cuenta de un esclavo, un anciano
moribundo y sin herederos enloquece de ira? ¿Si por menos de una milésima
parte de interés un usurero enfermo, cuyos pies y manos retorcidos por la
gota le impiden comparecer, lanza clamores, y en medio de los accesos de la
enfermedad, acelera por medio de sus agentes la cobranza de sus ases? Si
reunieras todo el dinero, todos los metales que tan cuidadosamente
guardamos; si sacases a la luz todos los tesoros que esconde la avaricia,
cuando devuelve a la tierra lo que malamente sacó de ella, no creería que
todo el montón mereciera un pliego en la frente del hombre de bien. ¡Con
cuánta risa deberíamos recibir todo lo que nos arranca lágrimas!
XXXIV. Déjote ahora examinar las otras causas de la ira, la comida,
la bebida, las rivalidades de ambición, trajes, palabras, censuras, los
gestos pocos mesurados, las sospechas, las obstinaciones
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de una bestia de carga, la pereza de un esclavo, las interpretaciones
maliciosas de las frases de otro que liarían considerar el don de la palabra
entre las injurias de la naturaleza. Créeme, cosas tan ligeras son las que
excitan graves arrebatos, como los que producen riñas y pendencias entre los
niños. Entre todo lo que hacemos con tanta solemnidad, nada hay serio y
grande. Por esta razón, repito que vuestra ira, vuestra locura nace de dar
demasiada importancia a cosas muy pequeñas. Aquel quiso arrebatarme una
herencia; aquel otro me acusa después de haberme adulado mucho tiempo
esperando mi muerte; éste ha deseado mi concubina. Lo que debía ser lazo de
amor, la identidad de voluntades es causa de discordias y de odios.
XXXV. Una vía estrecha produce riñas entra los transeúntes; en
camino ancho y espacioso ni los pueblos se molestan. Esas cosas pequeñas que
deseas no pudiendo pasar a uno sin que se le quiten a otro, vienen a ser
fuente de disputas y de combates entre los que a la vez las pretenden. Te
indigna que tu esclavo, tu liberto, tu esposa, tu cliente te contesten, y
después te quejas de que la libertad está desterrada de la república, cuando
la has desterrado de tu casa. Además, si callan cuando les preguntas, les
tratarás de rebeldes. Déjales, pues, hablar, callar, reír. ¿Delante del
señor? preguntas; más aún, delante del padre de familia ¿Por qué gritas?
¿Por qué llamas? ¿Por qué pides látigos en medio de la comida? porque tus
esclavos han hablado, porque en el mismo sitio no reina el tumulto de la
asamblea y el silencio del
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