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el vino. Se ha irritado uno: démosle tiempo para reconocer lo que ha hecho, él mismo se corregir. Impondrase castigo; no hay razón para que nosotros hagamos lo mismo que él. Es indudable que el que desprecia los ataques que arrancan de la multitud se coloca más alto que ella: propio es de la verdadera grandeza no sentirse herida. Así es que la fiera poderosa se vuelve lentamente al ladrido de los perros; así también el fuerte peñasco desafía el asalto de la impotente ola. El que no se irrita, queda inaccesible a la injuria, el que se irrita se quebranta. Pero el que acabo de presentar como superior a todos los ataques tiene como abrazado el soberano bien, y responde no solamente al hombre, sino que también a la fortuna. Por mucho que hagas, eres demasiado débil para turbar mi serenidad. La razón, a la que he entregado la dirección de mi -vida, me lo prohíbe: la ira me perjudicaría más que la injuria. Conozco los límites de la una, pero ignoro hasta dónde me arrastrarla la otra.

 

        XXVI. «No puedo sufrirla, dices; es muy difícil soportar la injuria. Mientes, porque ¿qué hombre no puede soportar la injuria si puede soportar la ira? Añade también que al obrar de esa manera soportas la ira y la injuria. ¿Por qué soportas los arrebatos del enfermo y las palabras del demente? ¿Por qué los golpes del niño? Porque te parece que no saben lo que hacen. ¿Qué importa cuál sea la enfermedad que hace desvariar? La demencia es excusa igual para todos. «¡Cómo! dices, ¿quedará impune el que injuria? Considera que así lo quieres, y, sin embargo,

no sucederá así. El mayor castigo del mal es haberlo cometido; y la pena más rigurosa es quedar entregado al arrepentimiento. Finalmente, necesario es considerar la condición de las cosas humanas para que seamos jueces equitativos en todos los accidentes. No se tiene en cuenta el color negro entre los Etiopes, ni entre los Germanos roja cabellera atada en nudo. Cada cual es según su propia naturaleza. Nunca encontrarás extraño o repugnante en un hombre lo que es común a toda su nación. Ahora bien, cada ejemplo de estos solamente significa la costumbre de una región o de un ángulo de la tierra: considera ahora si la indulgencia será más justa tratándose de vicios extendidos por todo el género humano. Todos somos inconsiderados e imprevisores, irresolutos, susceptibles, ambiciosos: ¿a qué ocultar con palabras suaves la llaga pública? Todos somos malos. Así pues, cada cual encuentra en su propio corazón aquello mismo que reprende en otro. ¿Por qué notas la palidez de éste, el enflaquecimiento de aquél? La epidemia está en todos. Seamos, pues, más tolerantes recíprocamente: malos, vivimos entre malos. Una sola cosa puede devolvernos la tranquilidad: el convenio de nuestra tolerancia. Aquel me ha ofendido; no le he devuelto la ofensa; pero tal vez habrás ofendido ya a otro o le ofenderás.

 

        XXVII. No te juzgues por una hora o un día; considera la disposición habitual de tu ánimo: aunque no hayas hecho ningún mal, puedes hacerlo. ¿No es mejor curar la injuria que vengarla? La venganza

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