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repetía su nombre con tanto afecto que mi corazón sangraba. Entonces, ayer, llegó una carta de él que decía: “Ven a verme, amigo, pues quiero que conozcas a un joven. Tu corazón se sentirá contento de encontrarlo y tu alma renovada al verlo.”

 

Dije: “Pobre de mí. ¿Acaso trata de mezclar su triste amistad con otra similar? ¿El solo no es suficiente ejemplo de error y pecado para el mundo? ¿Ahora querrá reforzar sus errores con los de su compañero para que pueda verlos en una oscuridad doble?”

 

Pero luego reflexioné: “Debo ir; quizás el alma, que es sabia, coseche peras del olmo, y el alma amante haga luz de las tinieblas.”.

 

Cuando llegó la noche lo encontré solo en su habitación, leyendo un libro de versos.

-¿Dónde está el nuevo amigo? -le pregunté.

-Soy yo, amigo -contestó-. Y mostró una calma que nunca antes había visto en él. En sus ojos ahora podía ver una extraña luz que penetraba el corazón. Esos ojos en los que antes había visto crueldad, estaban radiantes con la luz de la bondad. Entonces, con una voz que parecía provenir de otra persona, dijo-: El joven que conociste en la niñez y con el que fuiste a la escuela está muerto. Con su muerte nací yo. Soy tu nuevo amigo: toma mi mano.

 

Cuando estreché su mano percibí la existencia de un espíritu benigno que circulaba en su sangre. Su

mano de hierro se había vuelto blanda y bondadosa. Sus dedos que ayer mismo eran como garras de tigre, hoy acariciaban el corazón. Entonces hablé otra vez:

 

-¿Quién eres y qué ha sucedido? ¿Cómo has llegado a ser así? ¿Acaso el Espíritu Santo penetró en tu corazón y santificó tu alma? ¿O estás representando un papel, creación de un poeta?

 

-Ay, amigo -respondió, el espíritu descendió sobre mí y me bendijo. Un gran amor transformó mi corazón en un altar sagrado. Es una mujer, amigo mío, una mujer que hasta ayer yo juzgaba un juguete en las manos del hombre, la que me sacó de la oscuridad del infierno y la que abrió para mí las puertas del Paraíso, al que entré. Una verdadera mujer que me condujo al río Jordán de su amor y me bautizó. La mujer a cuya hermana yo, en mi ignorancia, había tratado irreverentemente, me ha exaltado al trono de gloria. La mujer a cuyo compañero yo había desafiado con mi maldad purificó mi corazón con su afecto. La mujer cuya suerte yo había esclavizado con el dinero de mi padre me ha liberado con su belleza. La mujer que alejó a Adán del Paraíso con la fuerza de su voluntad me reintegró a mí al Paraíso con su ternura y mi obediencia.

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