Los romanos, en las provincias de las cuales se hicieron dueños, observaron
perfectamente estas reglas. Establecieron colonias, respetaron a los menos
poderosos sin aumentar su poder, avasallaron a los poderosos y no
permitieron adquirir influencia con el país a los extranjeros poderosos. Y
quiero que me baste lo sucedido en la provincia do Grecia como ejemplo.
Fueron respetados lacayos y etolios, fue sometido el reino de los
macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunca los méritos que hicieron lacayos
o etolios los llevaron a permitirles expansión alguna, ni las palabras do
Filipo los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el poder do
Antíoco pudo hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la provincia.
Los romanos hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente debe
hacer, lo cual no consiste simplemente en preocuparse de los desórdenes
presentes, sino también de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier
precio. Porque previniéndolos a tiempo lo pueden remediar con facilidad;
pero si se espera que progresen, la medicina llega a deshora, pues la
enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede lo que los médicos dicen del
tísico: que al principio su mal es difícil do conocer, pero fácil de curar,
mientras que, con el transcurso del tiempo, al no haber sido conocido ni
atajado, se vuelve fácil de conocer, pero difícil do curar. Así pasa en las
cosas del Estado: los males que nacen con él, cuando se los descubre a
tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no
tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta
el punto de que todo el mundo los ve. |
Pero como los romanos vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron
siempre, y jamás les dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque
sabían que una guerra no se evita, sino que se difiere para provecho ajeno.
La declaración, pues, a Filipo y a Antioco en Grecia, para no verse
obligados a sostenerla en Italia; y aunque entonces podían evitar tanto en
una como en otra parte, no lo quisieron. Nunca fueron partidarios de ese
consejo, que está en boca de todos los sabios de nuestra época: hay que
esperarlo todo del tiempo”; prefirieron confiar en su prudencia y en su
valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo, y que
puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien.
Pero volvamos a Francia y examinemos si se ha hecho algo de lo dicho.
Hablaré, no de Carlos, sino de Luis, es decir, de aquel que, por haber
dominado más tiempo en Italia, nos ha permitido apreciar mejor su conducta.
Y se verá cómo ha hecho lo contrario de lo que debe hacerse para conservar
un Estado de distinta nacionalidad.
El rey Luis fue llevado a Italia por la ambición de los venecianos, que
querían, gracias a su intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no
pretendo censurar la decisión tomada por el rey, porque si tenía el
propósito de empezar a introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas
las puertas se le cerraban a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía
menos que aceptar las amistades que se le ofrecían.
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