Mostradme su espada y os diré quién es su dueño -gritó el jefe del
escuadrón.
Algunos soldados desmontaron y rodearon al muerto. Uno de ellos dijo al
jefe:
-Sus dedos cogen la empuñadura con toda su fuerza. Sería afrentoso quitarle
la espada.
Otro dijo:
-La espada está cubierta por la sangre de la vida que huía y que ahora
oculta su metal.
Un tercero agregó:
-La sangre coaguló tanto sobre la mano como sobre la empuñadura, e hizo de
ellas una sola pieza.
El jefe, entonces, desmontó y caminó hacia el cuerpo.
-Levantad su cabeza -dijo-, y dejad que la luna ilumine su rostro, de modo
que podamos saber quién es.
Los hombres hicieron lo ordenado y el rostro del muerto apareció detrás del
Velo de la Muerte, con signos de valor y nobleza. Era el rostro de un
poderoso caballero y trasuntaba virilidad. Era el rostro de alguien que
había chocado valientemente contra el enemigo y se enfrentaba a la muerte
sonriendo. El rostro de un héroe libanés que, ese día, había dado testimonio
del triunfo pero no había vivido
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para marchar y cantar y celebrar la victoria con sus camaradas.
Cuando sacaron el paño de seda de su pálido rostro y le limpiaron el polvo
de la batalla, el jefe, como en agonía, gritó:
- ¡Es el hijo de Assaaby! ¡Qué terrible pérdida!
Y los hombres repitieron ese nombre, suspirando. El silencio, entonces, los
cubrió, y sus corazones, embriagados por el néctar de la victoria,
recuperaron la sobriedad, porque habían visto algo más grande que la gloria
del triunfo en la pérdida de un héroe.
En esa escena de espanto se erguían como estatuas de mármol, y sus lenguas,
tiesas, se encontraban mudas y sin voz. Esto es lo que la muerte hace con
las almas de los héroes: llorar y lamentarse es cosa de mujeres, quejarse y
gritar es propio de niños. Para el dolor de los hombres de armas lo único
digno es el silencio, que atenaza el corazón con tanta fuerza como las
garras del águila la garganta de su presa. Es ese silencio que se eleva por
encima de las lágrimas y gemidos el que, en su majestad, agrega pavor y
angustia a la desgracia, ese silencio que hace que el alma descienda de la
cima de la montaña al abismo. Ese silencio que anuncia la llegada de la
tempestad. Y cuando la tempestad no se hace presente es porque el silencio
resulta más fuerte que ella. |
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